Picós: represión y resistencia

IMG_2902.JPGPicós: represión y resistencia                                                                                        Por: Fernando Vengoechea

Los picós hacen parte de la cultura popular de la Región Caribe, donde la gente disfruta de ritmos africanos y de otros emergentes.

Las ciudades del Caribe colombiano han sido testigos de una serie de movimientos económicos, sociales y políticos que las ha llevado al mismo ritmo de las olas del mar que las rodea. Los fenómenos han sido innumerables: colonización, agricultura, ganadería, virreinato, contrabando, café, comercio, inmigrantes, narcotráfico, politiquería, patrimonio, tradición y cultura popular, entre otros. Uno de los estamentos en los que ha repercutido la mayoría de estas realidades es la clase popular, que hoy lucha contra una posición gubernamental que pretende silenciar una de sus más importantes expresiones culturales: el picó.

En nuestra región, cuando alguien habla del picó se está refiriendo a un sistema de sonido de enormes proporciones, utilizado generalmente para animar fiestas populares; una perfecta combinación de tecnología y mano de obra artesanal. No existe aún certeza del origen de la palabra picó, hasta ahora se ha explicado como la criollización del inglés pick up, usado tanto para describir los camiones que transportan personas, como para nombrar el brazo de los tornamesas.

En otras latitudes, los picós son el análogo de los sound systems jamaiquinos, los sonideros mexicanos y los Aparelhagens brasileros, también utilizados para animar las fiestas en sectores populares, donde los asistentes comparten una afición por el alto volumen y la música de raíces afro, cultura que ha permeado fuertemente la cuenca del Caribe al ser territorio de confluencia de esclavos africanos –traídos por los imperios para emprender trabajos de explotación minera en las regiones aledañas–.

Cartagena, particularmente, fue un centro de mercado de esclavos, lo que explica la fuerte presencia afro en su población –y la de la periferia–.

Los primeros picós comenzaron a aparecer a mediados del siglo XX, cuando técnicos artesanales locales en Cartagena y Barranquilla les dieron más potencia a los tocadiscos domésticos, convirtiéndolos en la fuente sonora de eventos llevados a cabo en casetas o verbenas. Estos equipos desplazaron poco a poco a orquestas, grupos de tambores y sextetos que animaban las fiestas barriales.

Paralelamente, llegaron a Barranquilla los primeros discos africanos traídos por Rafael Machuca, delegado de la comisión de técnicos y mecánicos que viajó al Congo para atender los viejos aviones de la aerolínea colombo-alemana Scadta vendidos al dictador Mobotu Sese Seko, de Zaire.

La dinámica de comercio en el Caribe permite que la cultura picotera ingrese al mundo capitalista globalizado alimentándose de estos influjos, y es así como se incrementa la demanda de acetatos de música afroantillana para vender a los picoteros y coleccionistas de Cartagena y Barranquilla. Emerge entonces la curiosa práctica de arrancar los sellos a los discos y desechar sus carátulas para que la competencia no supiera el nombre de la pieza que terminaría convirtiéndose en un éxito exclusivo, lo que llevó más adelante a ‘bautizar’ los temas con interpretaciones sonoras del lenguaje en el que estos eran grabados. Así es como, por ejemplo, el tema de Paul Simon I Know What I Know es ampliamente conocido en nuestra región como ‘Los sapitos’, debido a los sonidos que ejecutaban las coristas africanas.

Toda esta confluencia de oportunidades que se fueron aprovechando de manera creativa define este sector de la ciudad que lucha constantemente contra el flagelo de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, la violencia y la marginalización por parte de las élites (los letrados de nuestros días), que buscan invisibilizar, por medio de normatividades, un sector que ha nutrido nuestras raíces y sobre el que se ha cimentado parte de nuestra realidad.

Fue durante la Colonia cuando se crearon cabildos que se transformarían después en fiestas y comparsas de barrio, manteniendo entre sus rasgos la capacidad de afianzar vínculos sociales y culturales. Estas formas de aislamiento, propias de aquella época, siguen vigentes a pesar de las políticas oficiales de descolonización y multiculturalismo apoyadas por muchos gobiernos. Persiste el racismo y la desigualdad económica, producto de la relación sujeto–objeto, donde el sujeto es el observador, inmerso en su mundo, es individualista, aislado; mientras que el objeto es todo aquello externo a él. Esta posición subjetiva es la que no ha permitido el intercambio cultural, tan necesario para entender y valorar la cultura picotera.

Así como lo describe James Clifford (teórico estadounidense), la observación como participante sirve como taquigrafía para un oscilar de forma continua entre el ‘adentro’ y el ‘afuera’ de los sucesos: por un lado, atrapa empáticamente el sentido de acontecimientos y gestos específicos; por el otro, da un paso atrás para situar esos significados en contextos más amplios; y está precisamente ahí la peligrosidad, cuando la observación no se formula como una dialéctica entre la experiencia y la interpretación.

En este caso no hace falta definir quién es el sujeto que observa, y quién el objeto observado, pero sí es interesante cuestionarnos, ¿realmente sabemos lo que está pasando, o simplemente hemos entrado al mundo significativo común, basado en estilos intuitivos de sentimiento, percepción y conjetura? ¿Estamos adivinando un grupo social? ¿Estamos haciendo de la perspectiva una realidad?

En contraste, la etnicidad se ha vuelto una vía de expresiones liberadoras, particularmente manifiestas en la música, que funciona como un agente de movilidad y una expresión cultural permanentemente conectada con el lugar.

Aunque, cabría preguntar en este momento, ¿comprendemos la ‘cultura’ como las ‘artes’, como un sistema de significados y valores, o como un estilo de vida global y su relación con la sociedad y la economía?

Cuando observamos el concepto de cultura dentro del contexto más amplio del desarrollo histórico, ejerce una fuerte presión sobre los términos limitados de todos los demás conceptos.

Una fiesta en la que el picó es el eje central tiene la particularidad de organizarse en cualquier punto de la ciudad, otorgándole un sentido de movilidad a estos encuentros populares, convirtiéndolos en un medio efectivo de difusión a través de la malla de lugares urbanos. Estas manifestaciones se constituyen entonces como lugares de diversión al que tienen acceso económico los múltiples excluidos de la ciudad, un lugar en el que además son bienvenidos con su forma de vestirse, de hablar, de caminar y de bailar, procesos que desatan tensiones contenidas entre la noción ilustrada del pueblo como sujeto generador de la soberanía política y la de lo popular en la cultura.

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El picó tiene la propiedad de llegar hasta donde le sea permitido, geográfica y áuricamente, y la imposibilidad de controlarlo en su dimensión intangible, a pesar de las múltiples prohibiciones legales y ambientales que restringen cada vez más los espacios para el desarrollo de estas fiestas, deja entrever relaciones desiguales de poder.

Estas relaciones están estrechamente asociadas al desconocimiento. Según el historiador británico E. P. Thompson, «la dimensión política de la resistencia popular solamente es legible en la experiencia cultural de clase en que se basa». Para el semiólogo Jesús Martín Barbero, los modos de lucha de las clases populares, incluyendo las canciones y el baile obsceno, inscriben su sentido en los antagonismos que dialectiza y expresa su cultura. Solo investigando la cultura se torna inteligible la dinámica que moviliza la contradicción entre el conservadurismo de las formas y la rebeldía de los contenidos. Así sea paradójica la lucha contra la corriente, es la forma de defender su identidad.

El lenguaje también ejerce un vínculo negativo con estas expresiones. El término ‘champeta’, uno de los géneros que ha encontrado difusión en el ámbito picotero, hace referencia al cuchillo que se utiliza para manipular pescado en el mercado o en labores domésticas, y que dentro de las peleas que se iniciaban en los bailes de picó se convertía en arma blanca, precisamente por ser sus actores los llamados a hacer parte de estos encuentros. La asociación entre picós y violencia fue inmediata.

He ahí la peligrosidad que advierte Michel Foucault de convertir los significados en discursos, «armas que se sueltan igual que un buscapié en época de carnaval, y que se aprovechan de todo lo aleatorio con el fin de dominar y regular formas de pensar y decir».

La palabra suele poner en evidencia las relaciones de poder que, según Louis Althusser (en Ideología y aparatos ideológicos de Estado), terminan reforzando los imaginarios y representaciones de una sociedad, con el no tan inocente fin de legitimar una ideología, que en este caso pretende erigir barreras para distinguir a unos y otros, reproduciendo no solo los significados, sino el sometimiento a las reglas de un orden establecido, es decir, una reproducción de su sumisión a la ideología dominante por parte de unos, y de la capacidad de manejar bien la ideología dominante por parte de los otros, las élites, a fin de que ellos aseguren también por la palabra la dominación de la clase dominante.

Por estas razones, María Alejandra Sanz resalta –en Fiesta de picó: champeta, espacio y cuerpo en Cartagena– que es necesario hablar de los aspectos políticos y sociales que rodean la práctica cultural de la fiesta de picó, pues existen de por medio unas tensiones simbólicas, políticas y raciales importantes manifestadas en la diferencia de conceptos existentes en las ciudades.

Esta problemática es una oportunidad de escuchar la historia desde el punto de vista de los vencidos, y no desde los vencedores; como lo propone Fals Borda, es el momento de cambiar el canal, de dejar de pensar en términos de blanco y negro y empezar a pensar en términos de mestizaje. «Para recuperar la historia, nuestra historia, hay que hacerlo a partir de los derrotados porque ahí está quizá el elemento que más la mueve», dice Franz Hinkelammert, economista y teólogo alemán.

Precisamente, el picó representa una expresión de grito, son máquinas que a través de la ‘invasión’ sonora entran en conflicto con la espacialidad aceptada que las élites quisieran imponer. ¿No es esto resistencia?

Los espacios alrededor del picó son clave para la gente porque en ellos reside un poder estético y simbólico que se resiste a desaparecer. Según Stuart Hall, en la tradición popular está uno de los principales focos de resistencia a las formas por medio de las cuales se pretende llevar a término la «reformación» del pueblo. Luchas como esta nos permiten ver la destrucción activa de determinadas maneras de vivir y su transformación en algo nuevo. Antes de caer en desuso, estas prácticas son activamente apartadas.

La lucha cultural, la que vemos en las calles envalentonada con música a volumen estridente, acompañada de carteles y pitos de carro y motos, adopta numerosas formas: incorporación, tergiversación, resistencia, negociación y recuperación. Lo importante es analizarla dinámicamente: como proceso histórico, en contexto.

Es entonces posible pensar en la cultura picotera, no como resistencia a la cultura dominante, sino como una expresión arraigada con intereses que pasan encima de la preocupación por las hegemonías y se concentran en sus propios fines… ¿por qué no?

Si hay resistencia, puede ser la resistencia a ser invisibilizados, a desaparecer; puede ser.

Existe una necesidad de ‘doble traducción’ para pensar un mundo en el cual la diversidad sea un proyecto universal. El reto es deshacer los lugares de poder asignados a los distintos tipos de conocimiento y acabar con el prejuicio de superioridad de un conocimiento sobre otros, con la negación del potencial epistémico de las historias locales.

¿Hemos pensado en la no consideración de la diversidad cultural como uno de los factores de violencia? Existe en nuestros días una urgencia de diálogo desde diferentes instancias, un diálogo intercultural en donde se reconozca a sus participantes y todos estén en iguales condiciones, romper con las aproximaciones sujeto-objeto, no estudiar al subalterno, eliminar la jerarquización, interactuar y construir políticas culturales incluyentes, redefinir los planes regionales de desarrollo con viabilidad, sentido cultural e identidad.

También es necesario observar la cultura por fuera de su ámbito artístico y textual, aquel que estamos acostumbrados a percibir en museos o teatros; para poder reconocer los movimientos sociales como agentes vitales de la producción cultural y agentes que aportan ideas, actitudes, lenguajes y prácticas, con el fin de legitimar las relaciones de desigualdad y luchar por transformarlas.

En este punto, es clave recordar que la cultura también es política, justo cuando todos los significados de los movimientos ciudadanos se transforman en procesos que, implícita o explícitamente, buscan dar nuevas definiciones del poder social, y que por lo general más que una inclusión a la cultura política dominante, buscan modificarla a través de redes que poco a poco se van formando y alcanzan los terrenos discursivos de lo natural-ambiental, lo político-institucional y lo cultural, moldeando las dinámicas de estos movimientos y a la
vez dando forma a las dinámicas y discursos de las instituciones.

Teniendo en cuenta esta trama de pensamientos que involucra a todas las partes comprometidas en la problemática de la restricción de los bailes de picó –que no es más que una lucha de clases sociales y de por sí una lucha de significados por transformar órdenes en la sociedad que se han reproducido en desigualdades–, es coherente empezar a dejar de pensar la cultura como algo aislado, esta es más que museos, la institucionalidad, la entrega de becas y la visibilización de las sociedades o movimientos con estatuas, libros o discursos.

La clave está en ser verdaderamente incluyentes, pero desde adentro, esto implica untarse del pueblo, sentarlo en las mesas de decisión, practicar la democracia radical, aquella que va más allá de la normatividad, lo electoral y el mercado, la que transforma el espacio a la vez que propone transformaciones sociales. Hay que intervenir en los ‘significados’, que perpetúan la estigmatización de comunidades como violentas, pobres y subdesarrolladas, teniendo en cuenta que, en la historia, estos pueden cambiar.

tomado del siguiente link:             http://revistas.elheraldo.co/latitud/picos-represion-y-resistencia-135903

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